¿Cuándo en Cuba habrá una mujer presidenta?

 

Poema visual de Fráncis Sánchez
Poema visual de Fráncis Sánchez

 

Nunca una mujer ha sido presidenta de Cuba ni se acercó como candidata elegible. Mientras durante las últimas décadas otros países de América Latina rompieron este “techo de cristal”, con mujeres que llegaron a la presidencia del país (Violeta Barrios en Nicaragua, Mireya Moscoso en Panamá, Michelle Bachelet en Chile, Dilma Roussef en Brasil, Cristina Fernández en Argentina), Cuba no figura dentro de este grupo de avanzada. El voto femenino se aprobó en la isla en 1934, y fue dos años más tarde cuando las mujeres pudieron votar por primera vez.

Hay que señalar que, en la historia del continente, las mujeres nunca dieron un golpe de Estado ni se propusieron conservar el máximo poder por tiempo ilimitado. Las que hemos mencionado, llegaron al más alto escaño a través de elecciones. La historia de la isla, por el contrario, se ubica en una línea de desarrollo muy machista de la que no logra salir, incluso —o todavía más— en el periodo de la Revolución que se inicia en 1959. Han sido solo hombres, y tan pocos que pueden contarse con los dedos de una mano —y sobra un dedo—, los que por más de medio siglo han gobernado la isla, resumibles en dos hermanos de un mismo apellido.

Todo este tiempo el sostenimiento y la reproducción del poder desde lo ideológico ha pasado por una reafirmación del liderazgo patriarcal, envuelto en un culto a la personalidad y un discurso épico que prescindió de la figura femenina como sujeto de cambios políticos. Esta masculinización de la vida nacional se basó incluso en el modelo del máximo líder, carente de una proyección pública de la esposa o el resto de su familia, con el mismo pretexto paternalista con que la mujer fue reducida en general a objeto pasivo del poder, naturalizada como beneficiaria o asistida, mediante medidas como la legalización del aborto, y la incorporación masiva al estudio y al trabajo (exigencias que se agregaron a la tradicional esclavitud en el ámbito doméstico).

En 2009, el movimiento feminista seguía tocando a las puertas de Cuba, donde los enfoques de género se mantenían recluidos en la academia y los estudios literarios, entonces el mismo Raúl Castro tuvo que percatarse de que las mujeres no tenían presencia suficiente en los cargos públicos, cuando dijo en un congreso de mujeres: «Es una vergüenza de que a 50 años de revolución, con todo lo que hemos avanzado en tantas cosas […], sólo aparezcan unas cuantas dirigentes en los diferentes sectores». Ese año, las mujeres ocupaban el 27% de los asientos parlamentarios del país (integrando las asambleas a los niveles municipal, provincial y nacional), a pesar de constituir la mitad de la población. El porcentaje iba a cambiar en adelante, dando saltos drásticos (ya en 2010 eran el 33%, y en 2013 el 48,86%, colocando al país en el primer lugar de América Latina y el cuarto a nivel mundial). Por tanto, cabe preguntarse cómo sigue funcionando la vida detrás de tales cifras, dudar si ocurrió un cambio real de las estructuras mentales y sociales, en tan corto tiempo, si se produjo un avance del feminismo, o si estamos solamente ante el resultado de otra medida tomada desde arriba.

Evidentemente, el centralismo del poder había traído nuevas estadísticas antes que un cambio positivo de la realidad, sin permitir el desarrollo lógico de la sociedad civil y la acción feminista. Manuel E. Yepe, periodista oficialista, reconoció que fue “preciso reforzar la voluntad política revolucionaria para subsanar tal obcecación” (Cubadebate, 16 de febrero, 2013). En la práctica no hacía falta crear una ley de cuotas o de paridad, pues en Cuba el verticalismo estatal era capaz de imponer la norma de beneficiar a las mujeres para los diferentes cargos, a veces incluso forzando su propia voluntad. Ahora, ¿tienen estas dirigentes perspectiva de género, o vienen a reproducir el mismo tipo de poder patriarcal? Al respecto, señala la profesora y feminista Teresa Díaz Canals: “Por la politización excesiva de la vida del movimiento social femenino, ese enfoque de género no está del todo presente en la política. […] Nuestras dirigentes repiten ese discurso patriarcal, oficialista y asambleario que no llega realmente al corazón de nuestra sociedad.”

Entre quienes abordan la cuestión de género en Cuba existe un juego de palabras, a partir del concepto dominante “marxismo-leninismo”, para denominar el nuevo tipo de patriarcado impuesto en el período del socialismo y que se corresponde con la superestructura verticalista del Estado, autocrática y excluyente de la iniciativa individual, reproductora de un modelo androcéntrico. Se le llama “machismo-leninismo”, y comienza desde la formación en edades tempranas, cuando niñas y niños sin excepción tienen que exclamar un lema antes de entrar a las aulas: “Seremos como el Che”. Múltiples generaciones crecieron bajo una serie de obligatoriedades que buscaban la homogeneidad de la población, de acuerdo con patrones ideológicos que reforzaban conductas y estereotipos machistas.

Con escasas o nulas posibilidades de activismos y agrupaciones feministas surgidas desde abajo de manera auténtica, la figura del poder estatal se reserva el derecho a ocupar ese vacío creado por el propio aparato legal e institucional. Afirma la investigadora Liudmila Morales Alfonso: “…sin el feminismo, se diluye la dimensión de género de muchos problemas sociales que hoy constituyen preocupaciones en Cuba. Así, se crea un vacío, ocupado por el Estado como garante universal de derechos. Y con él y su carácter masculinista, la ausencia puede convertirse en estructura para la reproducción de relaciones de poder y para la naturalización de desigualdades que alejan el debate de un entendimiento de las relaciones sociales, en clave de género” (“Socialismo y feminismo en Cuba: ¿totalizar la igualdad o reivindicar la diferencia?» Cuba Posible).

En estas condiciones, algunos de los principales problemas son sistemáticamente ocultados o negados. Cuba quizás sea el único país de América donde no existen estadísticas de feminicidios, tampoco hay Redes de Observación de la Violencia de Género. Incluso Mariela Castro, hija de Raúl Castro, y directora del Centro Nacional de Educación Sexual de Cuba (CENESEX) ha llegado a afirmar: “Nosotros no tenemos, por ejemplo, femicidios. Porque Cuba no es un país violento, y eso sí es un efecto de la revolución” (Tiempo Argentino, 4 de noviembre, 2015). Los problemas más urgentes, como los innegables feminicidios, entretanto, tienen que aflorar apenas por medios alternativos, a través del ilegal periodismo independiente y las redes sociales en Internet.

Sin embargo, hemos visto que, a partir de una presión social interna e internacional, el oficialismo empieza a adoptar lenguajes y enfoques propios del feminismo como un discurso de estado, mientras se ampara en estadísticas que revelan la presencia creciente de mujeres en cargos públicos. Esto, más allá del formalismo de ciertos datos, sirve en la práctica para ocultar las limitaciones que sufre la mujer cubana en una sociedad marcada por la pobreza, la falta de libertades civiles y una cultura machista que condiciona relaciones de dependencia ante el hombre, entorno agravado por la sumisión a la figura del Estado-macho-proveedor.

Concordamos con la feminista italiana Silvia Federicci en que es justo desconfiar siempre del feminismo de estado, y —agregamos— hay más razón para esta desconfianza cuando es una sociedad restringida por lo que la misma teórica ha definido como “el machismo sistémico” de la ideología marxista: “Pero hemos verificado que las mujeres que son integradas al Estado, que hacen política […] no cambian la política del Estado […] Solamente nos dan la ilusión de que algo ha pasado […] Por eso no tengo confianza en las mujeres que son del Estado, tengo confianza en las mujeres que están construyendo desde abajo, desde nuevas formas de organización”.

Cuando la artista cubana Tania Bruguera realizó un performance en 2016, grabado en video, postulándose supuestamente para presidenta de Cuba, vino a remover muchos estereotipos “machistas leninistas”. Abrió, entre otras, una interrogante: ¿será imaginable, por fin, una mujer presidenta en Cuba? Este simulacro de postulación por cuenta propia ocurrió en el contexto de la contienda entre Hillary Clinton y Donald Trump por llegar a la Casa Blanca. Además, Raúl Castro había anunciado su retiro y, por tanto, se avecinaba el probable fin de una era de este apellido en el poder, al menos formalmente, algo inédito para varias generaciones en la isla. Bruguera se explicó así: “La gente debería ser capaz de tener esta fantasía de otro sistema político”.

Nos preguntamos si es capaz la sociedad cubana —y si lo son sus mujeres—, en el actual contexto, de elaborar esa fantasía “otra” en la que una mujer ocupe la presidencia del país. ¿Al menos estamos entrando en ese umbral de la imaginación? Ninguna mujer se baraja entre los nombres posibles para sustituir a Raúl Castro, pero ninguna tampoco ha podido hacerse un capital simbólico en una sociedad y con un sistema electoral donde no se permiten partidos ni programas políticos, donde líderes y lideresas, cuando surgen de manera espontánea y promueven cambios profundos, están mucho más cerca de la cárcel o del exilio que de ocupar un cargo público.

Tal vez la pregunta más interesante planteada a la conciencia de cubanas y cubanos, no sería si una mujer ocupará mañana el rol de máxima representante del poder, algo que parece tan posible como cualquier otro designio inesperado —actualmente hay dos vicepresidentas—, sino si esa cubana podría hallarse actuando ahora mismo desde abajo y con una verdadera perspectiva de género.

Más difícil que asignar a una mujer el rol de cumplir una fantasía, llevándola a la presidencia, sería hacer realidad que la equidad entre géneros y la desaparición de cualquier tipo de violencia o discriminación contra la mujer se puedan alcanzar democráticamente, junto con otros derechos humanos. Sin tales conquistas, ¿es posible imaginar una nación con verdadera democracia?

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