Catalina Pereira conduce por un Fiat polaco ruinoso por las calles de La Habana. Es una mujer humilde, de estatura grande. Su entrada o salida al pequeño auto es toda una odisea.
En la escuela nunca pasó de noveno grado, finalizado en un curso nocturno de una facultad obrera. Su trabajo destacado en el corte de caña de las zafras azucareras hizo que la seleccionaran durante 8 años consecutivos como un ejemplo de la “vanguardia nacional”. Esto último hizo a su vez que en 1987 le entregaran un auto, en reconocimiento a su labor en la zafra y su vocación militante. Jamás tuvo una llegada tarde ni una ausencia por enfermedad; incluso pospuso varias veces la maternidad para no romper su racha de años vanguardistas. Cuando su brigada resultó “bimillonaria”, la citaron a una agencia de autos, donde la esperaba el secretario general del sindicato, diciéndole:
“Dale, Cata, escoge el que quieras.”
La mujer cuenta que caminó despacio por el aparcamiento, entre la hilera de Ladas y Moskovichs recién salidos de las fábricas que relucían al sol.
“También habían autos más grandes y lujosos de países capitalistas, pero yo que soy una mujer humilde, que toda mi vida ha rechazado la ostentación. No podía irme para mi casa con uno de aquellos, así que escogí un polaquito, chiquitico… creí que así colaboraría más con la economía del país”.
Cata hoy llena por completo el asiento del conductor y una parte de el del copiloto. El polaquito ha ido tanto a chapistería que parece un mutante. El motor se ahoga por tramos al transportar el peso colosal de nuestra protagonista, quien desde hace tiempo no se aventura a salir del municipio, por miedo a que su polaquito la deje botada por ahí.
A veces por su casa se aparece alguien con dinero y le propone comprárselo. Ella se niega.
“¡Ni loca! ¡Ese auto me lo regaló el comandante! ¡Jamás lo voy a negociar!”
Otra mujer con rasgos parecidos a Cata, pero con horizontes distintos es Estela, residente desde hace años en Canadá. También con noveno grado, tan trabajadora como la cortadora de caña y osada cuando se trata de lo que quiere, cambió hace años radicalmente su destino.
Siendo muy joven, Estela sufrió el abuso de un hombre con influencias y privilegios que vivía en su cuadra y que nunca fue condenado. Quedó embarazada de la pequeña Vania y fue una madre soltera, tenaz y luchadora hasta que su hija comenzó la escuela. Luego tomó cursos de inglés, gastronomía y turismo internacional, y obtuvo una plaza en un hotel importante de La Habana, donde se desempeñó como mucama de habitaciones. Ganaba buenas propinas. Se llevaba bien con los huéspedes.
Un día sucedió lo que ella llama “el milagro”. Una turista canadiense, asombrosamente parecida a ella y con una niña de la edad de Vania, se hospedó en el hotel donde trabajaba y simpatizaron.
“Fueron semanas de estudio intenso”, contó Estela a un amigo en uno de sus viajes recientes a la isla. “De verdad que me metí en el personaje de la canadiense, imitando su forma de moverse, de vestir, de hablar. La mañana en que ella debía regresar a Canadá, sin pensarlo dos veces, tomé sus pasaportes, los boletos de avión, agarré a Vania de la mano y me fui al aeropuerto, a suerte y verdad. En aquellos tiempos no existía el rigor de la aduana de hoy, claro, pero fui también muy convincente a lo largo de todo el proceso de partida. Metí un inglés de primera y cuando el avión despegó de la pista y comenzó a sobrevolar el mar, grité fuerte, en perfecto cubano:
“¡Lo hicimos, Vania, lo hicimos! Los pasajeros no dejaron de mirarme durante todo el viaje, asombrados de mi conducta. Tal vez pensaron que estaba borracha o que me había vuelto loca, quién sabe… De verdad que estaba loca… pero por irme de Cuba”.
El amigo le preguntó por la mujer canadiense y su hija.
“Regresaron a su país días después. Sin problemas. En la actualidad continuamos siendo las mejores amigas. De hecho ya lo éramos en Cuba. De ella fue la idea de suplantarla. Es artista dramática, escritora y activista en defensa de los derechos de la mujer”
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