Viajábamos en un microbús de las nuevas cooperativas de transportistas asociados con el Estado. Por la cercanía entre los asientos no pude evitar escuchar una conversación que aún hoy encuentro difícil de clasificar. En algún momento, volteé la cabeza para ver quién hablaba sobre aquel tema tan espeluznante que me llevó a pensar en la degradación extrema a la que han llegado algunos cubanos para resolver los problemas del día a día.
Al identificarlo, descubrí a un muchacho muy joven, de veinticuatro años quizás. A las claras denotaba un alto nivel cultural y una buena preparación. Hablaban de perros y el chico explicaba el funcionamiento digestivo en los canes y las múltiples recetas que utilizaba para aliviarlos en caso de indisposición.
Dijo que en su casa tenía cuatro animales de raza y dos satos, todos saludables y bien alimentados gracias a su trabajo como Técnico en Patología en un hospital de La Habana. La muchacha que lo acompañaba le hizo muchas preguntas porque también criaba varios perros, y la alimentación y la salud de sus mascotas representaban un problema debido a los altos costes de los veterinarios particulares.
Luego pasaron al tema de su trabajo en la morgue. Su vocación de niño por realizar autopsias y seccionar cadáveres lo había llevado a ser el mejor alumno de la clase. Al graduarse comenzó voluntariamente a doblar los turnos de trabajo. Quería permanecer lo más cerca posible de los muertos, abrirlos, destriparlos, coserlos y prepararlos para los funerales.
Habló sobre las diferentes maneras de cortarlos y cómo había añadido ciertas innovaciones tanto en la forma tradicional de la disección, como en la utilización de nuevos instrumentos. Gracias a su rapidez y exactitud se ganó el reconocimiento de los profesores y de los viejos expertos en el oficio.
Todos se extrañaban de que, siendo tan joven, tuviera condiciones natas y vocación para un trabajo muy poco solicitado por la mayoría de los trabajadores de la salud. De hecho, al menos en Cuba, este trabajo es realizado por personas de avanzada edad o, en su defecto, profesionales con historiales y conductas poco apropiadas para otros puestos de trabajo.
“Antes de ejecutar una autopsia, el patólogo tiene que beber un preparado de alcohol de 90 grados rebajado con agua porque se piensa que solamente fuera de sus cabales una persona puede abrir y destripar un cadáver. Luego de concluirla, el patólogo debe hacer una consulta psiquiátrica y responder un test oficial. En mi caso es diferente. Yo no bebo, así que el alcohol se lo vendo a los borrachos del barrio. Tampoco tengo necesidad de pasar por un test mental, pues es un trabajo que amo y ya no puedo dejar”.
La muchacha se mostraba sorprendida con la explicación del joven y le hacía preguntas que el joven contestaba con naturalidad e incluso en un tono muy dulce, quizás más propio de un clérigo que de un empleado de la morgue.
Ofreció detalles acerca de los principales huesos a cercenar y de los mejores accesos para llegar a los órganos internos. Lo verdaderamente impactante fue, sin embargo, cuando confesó que su principal objetivo eran generalmente las vísceras, es decir, la fuente primaria de alimentación de las siete mascotas que vivían con él en su casa.
“El hígado y el corazón son increíblemente nutritivos y es lo que más les gusta, aunque coman cualquier cosa que yo lleve. Una vez molidos o triturados los cocino bien, siempre hervidos con sal. Los he malcriado, es cierto, pero ¿qué voy a hacer? son mis muchachos”.
Se bajaron a mitad de camino y pude verlo por un instante otra vez: ancho de espalda, brazos musculosos, sin duda un joven trabajador y muy respetado en su centro laboral. Pensé que su conducta tal vez pudiera constituir un delito… ¿o será que después de la muerte las vísceras de los seres humanos no significan nada?
Con suma educación ayudó a la muchacha a bajar del microbús. Un pensamiento oscuro me acompañó durante el resto del trayecto y todavía me zumba en las entrañas: ¿y si también el patólogo participara del festín junto a sus canes tan amados?
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