Ojalá cicatricen las heridas

Si hacemos una seria reflexión sobre las consecuencias que el experimento comunista ha traído a Cuba, no nos será difícil comprender que la revolución de Fidel Castro fue lo peor que pudo haber ocurrido en nuestro país. Aún así, no hay forma de que pueda justificarse el golpe de estado de Fulgencio Batista en 1952, a sólo unos meses de las elecciones constitucionales. Fue este un acto de desvergüenza política, teniendo en cuenta que se utilizó la violencia, no para defender un derecho civilista, sino para asaltar el poder e imponer una humillante dictadura militar motivada por ambiciones mezquinas.

Por entonces, a pesar de las dificultades propias de una nación joven, nuestro país había conseguido un desarrollo extraordinario, había paz y progreso en la familia cubana y las instituciones democráticas estaban encaminadas hacia una vigorosa consolidación. La Constitución de 1940 es un ejemplo de ello: una constitución enmarcada dentro de los valores fundamentales del hombre, con posibilidades más amplias en la práctica de la democracia, garantías plenas para el ejercicio de las libertades y el respeto a los derechos humanos.

Murales Cubanos / Carla Mizzau
Mural en La Habana / PIN

Hoy, al hacer un recuento histórico,  57 años más tarde, porque el largo andar en el filo del tiempo no exonera de culpas, sería honrado aceptar que es momento para reflexiones objetivas y no para eludir responsabilidades.  El causante no sólo fue Fulgencio Batista, con su nefasto asalto al poder el 10 de Marzo de 1952, probablemente sin calcular las destrucción física y espiritual que esto traería a la Cuba que el ayudó a construir durante su legítimo período presidencial. En realidad, como pueblo, desde un punto de vista generalizado, fue un conjunto de errores lo que propició a Castro en el ascenso al poder.

Atrapados por el romanticismo y el deseo de buscar soluciones a la tragedia del 10 de Marzo, los cubanos en sentido generalizado ofrecimos el apoyo a lo que Fidel Castro proclamaba una revolución nacionalista, verde como las palmas, en la que luego del triunfo se convocaría a elecciones libres en un período de 18 meses. Muy poco o nada conocíamos sobre la naturaleza de este siniestro personaje, ni sobre su bien camuflada personalidad. Había surgido de la nada y tomado fama también de la nada, tal vez por su osadía en el asalto al Cuartel Moncada, una acción valerosa pero sin posibilidad alguna de éxito desde el punto de vista militar.

Tal vez por la ausencia de un líder carismático entre los opositores a Fulgencio Batista, o porque creíamos sinceramente que el camino más corto a la reinstauración de la democracia era a través de una revolución. En ese esfuerzo muchos dieron su vida en acto de nobleza y de valor. La inmensa mayoría eran muy jóvenes. Significaban el derecho a la libertad  y un esperanzador futuro para la Patria. Por eso es justo que con gratitud les recordemos, que les rindamos el tributo de admiración y respeto que se merecen. De la misma forma, han de inspirarnos compasión y respeto muchos otros jóvenes, mayoritariamente humildes en su condición económica, no menos abnegados y valientes que, aunque con razones diferentes de lucha, fueron víctimas de la violencia política y ofrendaron sus vidas con buena intención.

Al hacer un intento por desentrañar si en Cuba era necesaria o no una revolución para expulsar a Fulgencio Batista del poder, llego a la conclusión de que en ese instante no quedaban muchas otras opciones. Fue el ejercicio de la violencia lo que generó la violencia. Pudiera pensarse que el asalto al Cuartel Moncada puso fin a las posibilidades de un arreglo pacífico, porque devolvió la humillación al dictador militar al tratar de ridiculizarlo atacando a una de sus  fortalezas más importantes. Los crímenes -por una y otra parte- fueron utilizados como castigo o venganza. Lo que ocurrió después es historia conocida. Y es historia de irracionalidad, historia conmovedora y triste. No sabemos si el general Fulgencio Batista, luego de haberse llenado los bolsillos hurtando parte del tesoro de la nación, hubiese sido capaz de abandonar el trono permitiendo al país regresar a un sistema de derecho constitucionalista. Por la insensibilidad de sus actos, nadie puede dudar que sus intereses personales estaban muy por encima de los intereses de su pueblo oprimido.

Hoy en día tampoco ha quedado duda alguna que el poder absoluto era la ambición y la meta del caudillo de la Sierra Maestra y de su hermano Raúl, en la actualidad, heredero del trono. Más de medio siglo de tiranía, de crímenes, de noche carcelaria son prueba convincente.

En fin, lo que ocurrió en nuestro país no fue sólo un golpe de estado y una traicionada revolución. Fue una lucha desafortunada por el poder y el enriquecimiento ilícito de dos ambiciosos que siempre serán manchas y significarán muerte y dolor en la historia de Cuba. Dos hombres sin escrúpulos que arrastraron al abismo a una próspera nación y la despojaron de riquezas, de alegría y de paz.

Ojalá algún día cicatricen las heridas y volvamos a tener una Patria como la soñó Martí: “con todos y para el bien de todos”.

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