La odisea de la carne con papa

Un cubano de apellido Navarrete cuenta que el domingo vio llegar un camión de papas al agromercado de su reparto, y que se le alumbró el bombillo porque el día anterior había comprado en la tienda tres libras de carne de res a 240 pesos, que no es ni más ni menos la mitad de su salario de custodio en el Instituto del mar. La llegada de los tubérculos le despertó un deseo adormecido: sorprender a su mujer cumpliéndole el viejo sueño de comer fricasé de carne con papas otra vez.

Punto de venta de alimentos. Foto: PIN
Punto de venta de alimentos. Foto: PIN

Navarrete cuenta que dicho plato era la comida del domingo en casa de su mujer cuando esta era una niña. Tanto tiempo pasó desde entonces que ella casi no recuerda el sabor exacto; sólo sabe que era riquísimo y algo completamente diferente del menú tradicional que hoy pueden tener en la casa: el pollo de la cuota, unos filetes de claria, unos huevos fritos.

“Al parecer era mi día de suerte”, dice Navarrete. “Pedí el último que quedaba. En la cola, que era larga y enredada, había tanta gente que demoré una hora en llegar al lugar de la repartida. Al mismo tiempo, había una medida de la empresa que obligaba a los consumidores comprar toda la papa de la libreta. Como daban 8 libras por personas se creó un caos no sólo en los ancianos, que no podían cargar tanto peso, y sino también en otros ciudadanos que no contaban con tanto dinero para semejante cantidad”.

Pero era el día de suerte de Navarrete. Tenía el dinero y la fuerza para cargar las 32 libras de papas que correspondían a su núcleo familiar, así que llegó con el trofeo a su casa y dijo:

“¡Sueño cumplido… fricasé de carne de res con papa!”

Loca de contenta, Elvira puso manos a la obra: adobó la carne, peló una buena cantidad de papas, llenó la olla y la puso en el fogón.

Con la olla de presión, Navarrete también tenía una historia. Era una Haier, modelo YL, que el Estado le vendió a la población por los tiempos de la Revolución Energética; sin la tapa y sin el cabo, eso sí. Nadie se explica por qué los chinos vendían por aquel entonces la olla, la tapa y los cabos por separados, ni cómo los empresarios cubanos se las compraban así. Tras varios meses de espera un día entraron las tapas al almacén y luego los cabos. Ahora Navarrete, un tipo con suerte, equipado con todo lo necesario, iba a realizar el sueño de su esposa. Se sentó feliz frente al televisor a ver un importante partido de fútbol de la Liga Española. Mientras se deleitaba con el aroma del fricasé que, desde la cocina, invadía la vivienda.

“Verán lo que es una comida de verdad rica”, decía Elvira a sus dos hijas pequeñas mientras terminaba el arroz y preparaba la ensalada de tomates. Pero en lo mejor del juego, cuando el fricasé estuvo listo, Navarrete escuchó a su mujer refunfuñar, luego echar dos palabrotas y finalmente un grito:

“¡La tapa de la olla se trabó!”.

Fue a la cocina y, efectivamente, la olla no podía destaparse de ninguna forma. Buscó a su vecino Pablito, técnico en electrodomésticos que ayuda a los vecinos en todos los percances, y el experto dictaminó que la tapa se había compactado.

“Estas ollas son una mierda. Conozco varios casos similares que tuvieron que botarla en la basura con el potaje dentro”.

Esta solución aterró a Navarrete que, todavía esperanzado, dijo: “Puedo botar la olla, pero no su contenido, así que ayúdame a abrirla… ¡como sea!”.

Pablito continuó por un buen rato intentado abrirla, inútilmente. Confesó que el único con herramientas para ese trabajo era Armando quien, a su vez, trajo un martillo y un cincel, y comenzó a golpear fuertemente la tapa, siguiendo el curso de la rosca para ver si cedía. Nada, nada de nada.

Navarrete se rascaba la cabeza, Elvira daba paseítos por la sala, las niñas no comprendían qué estaba pasando. Mientras, Pablito sujetaba la olla y Armando daba martillazos, pero aquello parecía la muralla china. Los golpes se elevaban sobre el ruido de un taladro en la casa de al lado. Hubo un momento en que la vivienda retumbó como si fuera a desplomarse, pero la tapa no cedía.

“La olla no importa, hay que sacar lo que tiene dentro”, decía Navarrete cada cierto tiempo, azuzando a los dos hombres que sudaban a chorros y que, tras un rato de titánico esfuerzo, consiguieron romper la tapa y abrir finalmente la olla.

Hubo aplausos, gritos de alegría y chiflidos de triunfo cuando tuvieron delante la carne con papas y su fragancia afrodisíaca. Navarrete se creyó otra vez un tipo feliz, con la suerte de contar con vecinos como Pablito y Armando, y poder cumplir el viejo sueño de su esposa, que ese día comió a placer y recordó su niñez a cada bocado.

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