Editorial: Cuando decidimos tomar las calles

 

 

El empoderamiento de los sin voz, el incremento del sentimiento de pertenencia y la transformación del poder de la gente en acciones, eso es lo que representa la participación ciudadana en democracia, pero principalmente, en Cuba, representa los efectos a largo plazo que tendrán las dos protestas llevadas a cabo recientemente en la memoria colectiva del país.

El 7 de abril de 2019 tuvo lugar en La Habana la primera marcha autorizada por el gobierno cubano, esta tenía como objetivo la lucha contra el abuso animal. A los pocos días, fue seguida por el día del orgullo LGTB, una de las pocas manifestaciones permitidas por el gobierno, sin embargo, este año, fue cancelada por el Centro Nacional de Educación Sexual (CENESEX), principal organizador del evento, lo que no impidió que algunos activistas decidieran organizarlo de forma no autorizada, desafiando así las restricciones a la libertad de reunión impuestas por el gobierno. Ésta última encontró la oposición del Estado a través de la represión y las detenciones arbitrarias de activistas, la primera marcha, aunque debidamente autorizada, se encontró con otro tipo de represión mucho más sutil, con el despido del funcionario que autorizó la marcha, descubriendo así los dos lados del aparato represivo del gobierno cubano.

En todo el mundo existen protestas pacíficas que chocan con la represión del Estado, motivando el resentimiento de la sociedad civil y el incremento de la participación en la esfera política, alimentando el ciclo de empoderamiento, participación y representación. En Cuba, esto no ha sido diferente, y en este número de Rewriting Cuba algunos de los participantes y colaboradores en estas protestas tienen espacio para dar a conocer lo que significó (y sigue significando) el reclamar las calles.

Independientemente del por qué, quién o sobre qué fueron las protestas, el sabor del disfrute del espacio público está ahí y no va a desvanecerse.

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