A nadie es de extrañar los resultados de las llamadas elecciones recientemente celebradas en Cuba. Somos cerca de un millón los que, contrarios a una dictadura comunista, defendemos los Derechos Humanos pese a la guerra que se nos hace.
Al parecer, el sucesor en jefe ni se ha enterado. Nada ha dicho hasta ahora. Es lógico. Los señores de la Seguridad del Estado lo han tenido al día en ese sentido. La oposición crece como la espuma y la gente en la calle habla hasta por los codos.
Ni siquiera han podido ocultarlo en la prensa: casi un millón (939.372 de votantes exactamente), es decir, el 21,72% de los inscriptos a votar, expresaron su inconformidad con el comunismo de los hermanísimos y, sobre todo, su apoyo desinteresado por el movimiento de Derechos Humanos.
Sí, el mismo movimiento que se engrandeció en 1988 cuando, en el discurso del 26 de julio, el dictador Fidel Castro llamó a sus cientos de miembros “cucarachas, que se vayan, que se vayan”. Ricardo Bofill Pagés, uno de sus líderes, no corrió mejor suerte al ser apodado por los tiempos de su exilio “el fullero mayor”. Hoy, si Fidel estuviera vivo, diría que el resultado de esos comicios no fue otra cosa que una jugada de Donald Trump desde el norte.
Hoy vemos esto: que muchos se fueron, pero que la semilla sembrada por Bofill germinó como él aseguró por aquel entonces a sus más fieles colaboradores. Germinó, y con el paso del tiempo germinará aún más. Es la comprobación certera de que en Cuba hace demasiado tiempo que no está presente la democracia.
Me atrevo a decir que hoy, las organizaciones opositoras pacíficas se sienten más que estimuladas y favorecidas con ese millón de valientes. El régimen, sin embargo, comete el disparate de llamarlos mercenarios y aplicar sobre ellos cuanto adjetivo difamatorio exista en su prensa retórica y eufemística, mucho más propagandística que analítica.
Se trata, es evidente, de un gran despertar de los cubanos que ya no se dejan presionar ni confundir; un millón han perdido el miedo a la prisión y a las amenazas de la policía política, y eso no es poco. Hoy es claro que el miedo más real que podemos ver es el miedo que siente el régimen ante la posibilidad de perder el poder que desde hace demasiado tiempo detenta.
Tiembla el régimen solamente al pensar que las masas son capaces de derribar las estatuas que antes debían venerarse, que son capaces de gritar «¡abajo el comunismo!» ante las narices del mandamás, que son capaces de lanzar el carnet del Partido y saltar las rejas de una embajada, como ocurrió en 1980 en la sede diplomática del Perú.
Probablemente ni siquiera las cenizas de Fidel, encerradas en una piedra gigante, se salven de la venganza popular que no expresará otra cosa que condena.
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