Escenario de filmaciones para un filme hollywoodense de una popular saga de acción, pasarela para un desfile de modas de la exclusiva casa Chanel, y desde hace pocos días punto de atraque de navíos turísticos de la mayor corporación de cruceros a nivel mundial, por estos días la capital cubana ha estado cubriendo su costra de decadencia con un engañoso y efímero traje de glamour prestado.
La parafernalia farandulera provocó la movilización de un variopinto conglomerado humano que incluyó desde los habituales curiosos y los pícaros de ocasión –“pueblo” les dicen– hasta conocidos artistas y altos representantes de la casta verde olivo.
El celo de los guardianes quedó demostrado con el arresto de un civil demasiado entusiasta, que tuvo la rara idea de acudir al recibimiento del crucero de Carnival (Adonia) cubierto con la bandera estadounidense. Un amistoso gesto que la jauría asumió como una actitud “mercenaria”, así que el hombre fue reducido y arrestado sin miramientos.
Las imágenes en video de este despropósito policial contra un civil desarmado e inocente ha dado la vuelta al mundo y ha provocado una reacción general de rechazo, pero el gobierno cubano –tan amante de los dólares del vecino norteño como temeroso de sus símbolos– está dispuesto a asumir el riesgo con tal de disfrutar los jugosos beneficios del arribo de turismo estadounidense de cruceros y, a la vez, mantener a raya cualquier manifestación de americanofilia, tan perniciosa entre nosotros. Ya con el efecto Obama tras la visita de marzo último los ancianos ex guerrilleros han tenido suficiente quebraderos de cabeza.
En sintonía con el promisorio plan cruceros, el Paseo Marítimo de La Habana se ha engalanado con las obras de remozamiento y recuperación de viejos espacios hasta hace poco carcomidos por la desidia y la mugre. La franja que discurre junto al Malecón ha mejorado radicalmente su rostro: desde la Alameda de Paula – primorosamente restaurada– hasta la salida del Túnel, han sido plantadas altas palmeras en los nuevos separadores de la vía, y a la vez fueron eliminados los horribles y pestilentes chiringuitos que ocupaban la acera del paseo junto al mar, donde pululaban personajes de dudosa catadura moral, se vendían bebidas alcohólicas y circulaban ciertas sustancias prohibidas.
Para el visitante que ahora llega a La Habana por barco, el escenario desde la cubierta resulta espectacular: una hermosa bahía flanqueada en ambas orillas por viejas fortalezas españolas, perfectamente conservadas, mientras a estribor se aprecia un entorno de plazas, mansiones e iglesias coloniales y una peculiar variedad y riqueza arquitectónica que se ha sostenido de puro milagro, pese al tiempo, el salitre, y el abandono oficial, discurriendo desde los muelles de la ciudad vieja hasta el límite costero de Centro Habana y el Vedado.
Pero, al menos por ahora, las esperanzas de que la entrada de cruceros desde Miami desemboque en una mejoría para los cubanos comunes siguen siendo nulas o discretamente moderadas. Las excursiones, la farsa de la ceremonia del cañonazo, los espectáculos culturales, los museos, las casas de la música y otros centros nocturnos, las tiendas de tabaco y ron, los restaurantes aledaños, el servicio de transporte y hasta las plazas, edificios y calles por las que los guías conducen al deslumbrado rebaño de turistas están bajo el control casi absoluto del gobierno cubano, exceptuando algunos pequeños chinchales particulares dedicados a la venta de maracas, tumbadoras, sombreros de yarey y camisetas con la imagen del Che, entre otros espantos similares.
La franja costera de la capital es ahora como una hermosa pantalla de utilería que disimula la pobreza de los habitantes, apenas unas calles más adentro. De hecho, algunos testigos infiltrados entre los espectadores del desfile de Chanel aseguran que la humildad de los derruidos balcones habaneros circundantes con sus tendederas de ropas descoloridas al sol, los edificios despintados y los propios habitantes de ese popular barrio marcaron un original contraste que resaltó el esplendor y frivolidad que se movía por la pasarela, en pleno Prado habanero.
Sin ofender, claro, porque a fin de cuentas ofrecer al pueblo un breve atisbo a la vanidad de la moda, al arribo de un deslumbrante crucero o siquiera asomar fugazmente al glamour de una estrella de cine no solo resulta políticamente inocuo, sino que incluso puede mejorar el ánimo de los desposeídos y distraerlos de la asfixiante miseria cotidiana. Es proverbial que los cubanos pertenecemos a una raza risueña y hedonista. Somos alegremente irresponsables.
Sin embargo, aunque el espectáculo de oropel y fanfarria vivido por estos días ha agitado la natural curiosidad de los isleños, no ha creado demasiadas expectativas de cambios o beneficios entre la gente común. Una actitud lógica, puesto que la curiosidad es un instinto natural, en tanto la expectativa es básicamente racional: nace de cierta certidumbre sobre la posibilidad de que estos cambios ocurran. No es tal el caso.
Curiosamente, en Cuba es más fácil predecir lo que no va a ocurrir que lo que pudiera suceder en el futuro mediato. Las señales actuales indican claramente que el gobierno no tiene la intención de introducir cambios aperturistas en materia de política o economía interna; la tozuda realidad –por su parte– ha demostrado que mientras no se produzcan esos cambios imprescindibles no será posible que los cubanos participen de las oportunidades que ofrece la nueva política de la Casa Blanca ni que alcancen la tan ansiada prosperidad.
El divorcio entre el poder y la sociedad sigue tomando cuerpo en la Isla, profundizando el cisma y aumentando el malestar social. Un malestar que está desembocando en el vaciado constante de Cuba: esa migración permanente que se ha convertido en la única esperanza cierta y en la expectativa más real para miles de familias cubanas.
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