El joven me insistió no revelara su nombre. Tenía miedo. Cree que la policía política cuenta con poderes casi divinos. Me cuenta que en un interrogatorio le hablaron de los pormenores de su vida desde que cursaba los estudios primarios, las enfermedades que padece, sus gustos, sus fobias, y los nombres de sus mejores amigos, entre una extensa lista de intimidades.
Después de lo sucedido el tono de su voz bordea lo imperceptible. Habla mirando para los costados como si estuviera perseguido por un ejército de fantasmas. Se pregunta cuántas personas habrán participado en revelar lo que él mismo califica como “su desdichada existencia”. Nadie está fuera de sospecha. Hasta sus familiares más cercanos están en la nómina de los posibles chivatos. “Estamos rodeados y no solamente de agua”, me dice entre el temor y la duda. No se fía de nadie. En su paranoia, cree haber visto un micrófono pequeño encima del poste de la luz que se levanta a escasos dos metros de donde conversamos.
Es de noche. Nuestro contacto ha sido concertado hace un par de días. En ese instante me entero de los detalles. No me sorprenden este tipo de noticias. Es parte del escenario que el régimen ha montado y perfeccionado con el fin de garantizar el poder absoluto. Analistas bien informados estiman que la plantilla de agentes bordea los cien mil, sin contar a los colaboradores. Uno de los referentes más cercanos es el de los desaparecidos servicios de la Stasi, fundada en 1950, en la República Democrática Alemana (R.D.A). Sin la habilidad y falta de escrúpulos de Wilhelm Zaisser y Erich Mielke, los dos hombres que ocuparon la jefatura del Ministerio de la Seguridad del Estado del país centroeuropeo, respectivamente, Eric Honecker no hubiese podido gobernar como un sultán hasta la caída del Muro de Berlín, en noviembre de 1989.
La apertura parcial de los archivos en ese lado de la cortina de hierro, superó con mucho las expectativas. El nivel de delatores alcanzó cifras record en este período, sin dejar de mencionar el uso indiscriminado de procedimientos que causaron daños irreparables a miles de alemanes.
Bajo chantaje muchos ciudadanos se convirtieron en informantes en una cadena de complicidades que fueron el caldo de cultivo para la estandarización de los suicidios, la indigencia a causa de la exclusión laboral por problemas ideológicos o los internamientos en manicomios por medio de un falsificado dictamen médico o simplemente después de perder el juicio en las sesiones de torturas psicológicas.
Mi interlocutor no esperó a escuchar estas realidades históricas, a pesar de que se las relataba en voz baja. Decidió marcharse en forma descontrolada. Temo que sus miedos lo lleven a la locura o a convertirse en soplón a cambio de cierta inmunidad. Él realiza un trabajo por cuenta propia sin licencia, y durante el interrogatorio le expusieron que podrían llevarlo a los tribunales.
Me rogó que si escribía algo sobre este asunto fuera lo más discreto posible, preferiblemente que no lo hiciera. La fue breve. Abandonó el lugar como un bólido, desconfiando hasta de su sombra.
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