Artículo 1: LA CENSURA QUE NO CENSURA

El 2003 fue un año de muerte en Cuba. En marzo el gobierno lanzó una guerra abierta contra sus ciudadanos. En escasas horas, más de cien opositores pacíficos y periodistas independientes fueron arrestados de una punta a otra de la Isla. A la postre, la prensa internacional llamó a los más notables como la causa de “Los 75”, pero muchos otros fueron reprimidos meses antes y también después de esa “Primavera Negra”.

Jorge Alberto Aguiar Díaz tenía por entonces 36 años y era un traficante de libros en Centro Habana. Su biblioteca era magistral. Impartía gratis talleres literarios que él llamaba “laboratorios” y “clínicas de escritura”: era un delirante post-deleuziano. Su público era numeroso y entusiasta, yo incluido entre ellos. Conformábamos una audiencia que a ratos confundía a JAAD (por las siglas de su nombre) con una especie de gurú generacional. Y lo era: JAAD diríase salido de un entrecruzamiento entre los deseos rabiosos de Charles Bukowski y un toque neurótico de Roberto Arlt.

Los escritores OLPL y JAAD
Los escritores OLPL y JAAD

Yo era su pupilo preferido (o peor). JAAD nos liberaba con su verbo vivo en una Habana que era cada día más cárcel y más cementerio. Pero JAAD colaboraba con sus columnas de opinión para la agencia de prensa contestataria Decoro. Así que en su casa se le aparecía a cada rato la Seguridad del Estado, siempre de dos en dos sobre una única motocicleta Suzuki, agenticos secretos en ropa de civil. Uno de ellos, por cierto, es hermano de una poeta exiliada en USA devenida ahora académica, a quien JAAD reconoció y prefirió callarlo (y sólo por eso lo callo ahora yo).

En otro frente de batalla estaba sentado en su trono de talibán Iroel Sánchez, presidente del Instituto Cubano del Libro. JAAD había ganado en 2001 el Premio de Cuentos “Pinos Nuevos” con su libro Adiós a las almas. Como parte de dicho premio, Adiós a las almas debía ser publicado por la editorial Letras Cubanas. De hecho, se publicó en 2002. La censura en Cuba se ha hecho especialista en eludir los escándalos, en ahorrar los daños colaterales, en no consagrar más mártires.

Pero, en secreto, las presiones y chantajes comenzaron a caer sobre JAAD tanto desde el Ministerio del Interior (la policía política a sueldo del clan Castro) como desde el Ministerio de Cultura (los sargentos literarios a sueldo de Abel Prieto y Miguel Barnet). Al final, Adiós a las almas se presentó en la Feria Internacional del Libro de La Habana y aparentemente comenzó a circular. Sospechosamente, el libro de súbito resultó ser un best-seller, a pesar de que no hubo ninguna campaña de promoción oficial. En apenas semanas, los mil ejemplares se agotaron en las librerías de La Habana y ya no se supo nunca más de sus ventas. Hummm…

Los amigos de JAAD lo felicitábamos por su éxito. Pero él no lo celebraba. Tenía una intuición que a la postre resultó premonitoria. La Seguridad del Estado opera siempre en el reino de lo invisible. Nunca da la cara. De ahí lo siniestro de toda dictadura de izquierda. Y JAAD no quería olvidarse de cuánto lo presionaban para que, en tanto escritor crítico, dejase de publicar como miembro del grupo Decoro en el portal CubaNet.

En 2004, tras no pocas advertencias y amenazas, el gobierno autorizó a JAAD a viajar a España, por haberse casado con una mujer de ese país. Antes, ya le habían advertido que podrían encarcelarlo junto a “Los 75” por el delito de propaganda enemiga. O que algo desagradable podría ocurrirle a su familia más cercana, incluida su hija. Querían librarse de su presencia en Cuba. Y lo lograron por fin.

Horas antes de tomar el avión, a JAAD lo llamó un anónimo: “Ven de inmediato a esta dirección… Trae dinero. Te conviene”.

Y JAAD, el trapichero de libros y aventuras, no pudo dejar de ir. Fue. Soy testigo.

La dirección resultó ser un almacén de la empresa distribuidora de libros, adscrita al imperio estatal de Iroel Sánchez. Allí lo esperaba un viejo conocido de su centrohabanero barrio. El muchacho le dijo: “Siéntate o te vas a caer de espaldas” (esta es una mala transcripción mía por auto-censura: en realidad el muchacho lo que dijo fue que JAAD se iba a “caer de nalgas”).

Entraron al almacén. En una de las naves fueron hasta un par de contenedores metálicos. Sólo uno de ellos estaba cerrado con candado. El muchacho sacó su manojo de llaves, eligió una como al azar, y lo abrió. Dentro estaba una especie de álef, el irrepetible universo concentrado en algunos metros cuadrados del municipio más densamente poblado de La Habana.

En efecto, en la barriga de aquel contenedor clausurado relucía la tirada intacta de Adiós a las almas. Un tirada no sólo intacta, sino inédita. El libro de cuentos de JAAD se había publicado en Cuba a todos los efectos públicos, pero en la práctica estaba retirado de la circulación: por eso habían regado el rumor de que su obra había sido un best-seller y ya estaban agotadas las ventas.

El muchacho tenía órdenes expresas de clasificarla como “libros deteriorados” y mandarlos a hacer pulpa para reciclar el papel. Palimpsesto perverso del despotismo tropical en un régimen arcaico que desprecia cualquier cultura libre cubana. El muchacho había estado un buen tiempo sin atreverse a cumplir su tarea destructiva de Adiós a las almas. Su duda no era por solidaridad con el autor, no. Su indecisión era simplemente monetaria. Ya ese muchacho también tenía mercantilizada de muerte su alma.

Así el asalariado de Iroel Sánchez le pidió a JAAD un dólar por cada libro Adiós a las almas que quisiera salvar. Tremendo dilema para un escritor: ¿cuántos libros propios recuperar y cuántos ver triturados con impotencia?

JAAD tenía ahorrado unos cuantos euros para viajar ese día, una moneda por entonces todavía de estreno en la Isla, pues no era nada frecuente verla circular. Así que compró casi medio millar de ejemplares, unos 300 euros en total. Los metió en una caja y cargó con ellos para su casa en un segundo piso de la esquina de San Miguel y Escobar.

Por poco se le hace tarde para partir en taxi hacia el aeropuerto. En Madrid lo esperaba su esposa más reciente (ya no lo es en la actualidad). En La Habana dejaba la mitad de la tirada de un worst-seller llamado Adiós a las almas, su único libro incluso hoy. JAAD siempre entre dos aguas, como un cristo de tramoyas totalitarias. Entre la pasión de los cuerpos y el apasionamiento del texto.

De un lado, el Estado mentiroso al punto de la maldad: gastando los recursos del pueblo cubano, en un ciclo inútil de imprimir y reciclar los libros “problemáticos”, sin siquiera pasar por el lector. Del otro lado, el placer como sucedáneo de la muerte y una vida en la verdad: emprender la fuga de un Fidel fósil y pretender ser un intelectual lejos de su materia prima natural, La Habana.

Casi nadie en el mundo sabe esta historia sin histología de cómo el Estado cubano recicla los libros que publica pero nunca pone a circular. Le recomiendo a los escritores cubanos de fama que no estén tan confiados con sus publicaciones en la Isla. Leonardo Padura y Pedro Juan Gutiérrez, por ejemplo, acaso han sido así también censurados sin censurarlos.

Una década decadente después, JAAD deshabita ahora en España abandonado por el Estado y por Dios, donde padece 1959 calamidades sin quejarse. Los cuentos de Adiós a las almas siguen siendo una joya exclusiva que casi nadie posee. Ojalá los lectores cubanos dentro y fuera de Cuba nos acordemos, antes de que sea demasiado tarde, de salvar a este autor. Con un euro por libro basta.

 

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