La época del miedo en Cuba parece que ya pasó. O puede ser sólo una impresión.
Lo que Oswaldo Payá Sardiñas (1952-2012), mártir fundador del Movimiento Cristiano Liberación, llamaba la “cultura del miedo”, tal vez se va ya difuminando en cada esquina de Cuba, según se fue destartalando el aparato de control que sometió a la Isla durante décadas de delirio y decadencia. Un aparato no sólo simbólico, sino sustentado malignamente sobre miles —y millones— de censuras y cárceles y cadáveres cubanos.
Ante la barbarie impune del Estado, la sabiduría de nuestro pueblo devino cínica. Generación tras generación, aprendimos a temer. El miedo se convirtió en un valor en sí mismo, en el síntoma inconfundible de nuestro instinto de conservación. Los cubanos teníamos miedo para no tener muerte, para sobrevivir. O acaso sobremorir.
Peor aún, nos acostumbramos a esconder ese miedo incluso ante nosotros mismos. Al instaurar la mentira como modo de vida, intentamos entonces tornarnos inocentes, ser niños ante el Déspota Paternalista, ante el Ogro Filantrópico, ante el Caudillo Máximo. Así, desarrollamos un Complejo de Edipo con-la-Revolución-todo y contra-la-Revolución-nada, como si la utopía totalitaria fuera la medida de todas las cosas.
Sabiduría del siervo: soñarse siervo a voluntad. Imaginarse no un siervo servil, sino un siervo inservible para su señor. Pasar inadvertidos ante la mirada panóptica del poder. Esa táctica tétrica se suponía que nos salvaba de ser cómplices. Esa estrategia estéril justificó nuestra indolencia ante las injusticias e infamias. Oh, pobrecitos los cubanitos tan encerraditos bajo la bota vil de un tal Castro, allá, en su paraíso despótico tropical. Para colmo, tan lejos del mundo y tan cerca del archienemigo imperial…
Ciudadanos infantilizados, los cubanos jugamos entonces a no saber nada de nada. Y en esa ignorancia insultante radicó nuestra más siniestra sabiduría. A golpes de muerte revolucionaria, aprendimos a no saber. A no preguntar, a no dudar. Pero, también, a acatar sin creernos nada de lo acatado. Ese es el peor legado antropológico del castrismo: millones de vidas de mentiritas, falso síndrome de Peter Pan que en todos los manuales de siquiatría aparece como la más irreversible de las enfermedades mentales. Acaso la única verdaderamente ele/mental: asumir el mundo como una violencia contra nuestra voluntad y defendernos con una representación reprimida. ¿Síndrome de Pinocho Pan?
En efecto, el castrismo creó un cubano de trapo, títere hoy a punto de quedarse sin titiritero. Un Homúnculo Nuevo, un ventrílocuo inverosímil y versátil, capaz de adaptarse 100% a la retórica de cada período de la Revolución. Sin embargo, en el siglo XXI por fin se respira la primera línea de otra ilusión: la época del miedo en Cuba parece que ya pasó. Y ojalá no sea sólo una impresión.
Es fácil pasar del miedo a la mentira, sin transición. Pero de la mentira a una vida en la verdad, hay un abismo que sólo puede ser vencido con la vehemencia de la virtud. Y toda virtud para Fidel Castro es un crimen de guerra o una alta traición. La virtud es algo que el dictador en jefe jamás le ha perdonado a los cubanos: le aterra cuando no nos puede corromper. Por eso asesinaron a sangre fría al hombre más libre en toda la historia de nuestra nación, Oswaldo Payá Sardiñas. Por eso sus verdugos de verde olivo no dudaron en sacrificar —como si de un daño colateral se tratara— la vida de un joven testigo del atentado, el activista social Harold Cepero, uno de los más nobles y brillantes líderes del Movimiento Cristiano Liberación.
El Proyecto Varela, coordinado por cientos de ciudadanos comprometidos con un cambio verdadero en Cuba, bajo la inspiración inicial de Oswaldo Payá, ha sido el máximo hito de identificación civil entre opositores, disidentes y pueblo. Firmar esta iniciativa pacífica y constitucional de modificación de las leyes en Cuba significaba, también, quitarse la careta de la cobardía y el cinismo. Dejar de ser sujetos de Fidel e inaugurar el futuro secuestrado desde el primer jueves de enero de 1959.
Por primera vez en décadas, con el Proyecto Varela hubo una manifestación pública de miles y miles de cubanos en Cuba. No una manifestación en las calles militarizadas de la Revolución, lo que sólo hubiera provocado una masacre al estilo de Tianamén por parte del régimen de La Habana (probablemente con mínima repulsa internacional), sino una manifestación en el corazón infartado del sistema: una proclama libertaria dentro de sus propios órganos obsoletos de gobierno. De hecho, ante la mirada incrédula del mundo, los cubanos masivamente dijeron NO a la mentira y el miedo.
Gracias a Albert Camus, también víctima de un atentado automovilístico como Cepero y Payá, los cubanos supimos que un hombre rebelde es aquel que un día dice NO. De ahí el pánico vengativo de Fidel Castro al darse cuenta que, después del Proyecto Varela, el sistema socialista en Cuba nunca más podría considerarse legítimo, pues todavía hoy le debe una respuesta al pueblo cubano, así como tiene que dejar vía libre para una transición que ponga punto final al secuestro del Estado por un clan con maquillaje de Partido Comunista (si bien se trata apenas de otra de las tantas hampas familiares que han hecho de Latinoamérica un cementerio incivil).
Paradojas de la patria: el Proyecto Varela fue firmado, en su abrumadora mayoría, por personas con un empleo dentro de la Cuba de Castro. Es decir, es una petición ciudadana suscrita por asalariados del propio establishment. Es decir, está protagonizada por el proletariado cubano desde dentro, desde cerca, como una apoptosis contra la apoteosis de la Revolución, tal y como se garantiza ese derecho en el artículo 88(g) de la Constitución reconocida por el propio tirano desde 1976.
El Proyecto Varela es un grito de esperanza en medio de la debacle y del desierto, un adiós al imperio de la mentira y el miedo, y la esperanza más factible de devolverle su brillo bueno a la palabra “verdad”. Por supuesto, no pocos de los firmantes terminaron expulsados de sus centros de trabajo y estudio, casi todos sus líderes fueron encarcelados y luego deportados, y a la postre asesinaron a su creador conceptual. Pero la represión no puede enfocarse en todo ese océano de más de 25,000 firmas que aún espera porque la Asamblea Nacional del Poder Popular de Cuba respete su propia ley.
Cada firmante del Proyecto Varela es de algún modo un evangelio vivo, más allá de cualquier militancia política (siempre tan efímeras) y de toda ideología (siempre tan idiotas). Su naturaleza no partidista lo convierte en un instrumento pre-político capaz de movilizar las mejores energías no sólo de la sociedad civil, sino del pueblo cubano en pleno, donde quiera que estemos los cubanos, dentro o fuera de las fronteras fósiles de una islita todavía al margen de la modernidad.
En los últimos años, gracias a la solidaridad pro-derechos humanos de no tantos países como debieran, los activistas sociales cubanos se han empoderado con equipos de grabación audiovisual, así como computadoras portátiles que permiten la edición de sus filmaciones. De suerte que la represión comunista ya no ocurre en la Isla detrás de un Telón de Azúcar, con esa oscuridad típica del Medioevo, sino que muchos actos de violación de derechos y de violencia física por parte de la policía son registrados y, más temprano que tarde, se denuncian ante la opinión pública mundial, aprovechando las grietas que se abren en el muro de la censura gubernamental, donde es imposible contratar una cuenta privada de acceso a internet.
Por eso ahora se ha hecho menos difícil dejar atrás la mentira del “sistema social perfecto”, pues cada vez más y más cubanos cuentan con testimonios de primera mano registrados por ellos mismos o por sus vecinos para la posteridad. Las cámaras de video, antes con cintas y ahora casi siempre de soporte digital, son la voz de los valientes y también expresan la verdad de los que aún no se atreven a ser ellos mismos dentro de la Isla.
Los hechos son mudos y por eso mismo son tan elocuentes. No dependen en absoluto del punto de vista de quien los narra o los recibe. No son manipulables, como sí es manipulable incluso la imaginación popular, cuando cae entre el fuego cruzado de los tribunos y los terroristas de Estado. Los hechos son los quantum críticos de la Historia, son la materia prima de la esperanza. Y, a pesar de la demagogia sorda que caracteriza al castrismo desde el inicio, la Historia sí condenará a los Castro Inc.
Más allá de diferencias y decepciones, la disidencia cubana sigue viva y coleando, narrando una presente irrefutable de los penúltimos días del despotismo. El futuro es hoy. Así sea.
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