Villa América hoy

A solo a unos metros de la 5ta. avenida, muy cerca de la rotonda de Playa, se eleva Villa América, conocida como la más elegante de todas las posadas construidas en los alrededores del Coney Island, antes del triunfo de la revolución.

Hasta el inicio de los años noventa, sus confortables cuartos se alquilaban para pasar el rato a muchos amores furtivos, pasionales, adúlteros o de ocasión. El Coney Island se erigía en la ciudad como centro de citas. Los círculos sociales que se encontraban en las playas cercanas aportaban clientes, y la necesidad creciente de alojamientos temporales convirtió estos cuartos en un alivio habitacional para muchos. En marzo de 1993 llegó la tormenta del siglo y acabó con toda la gloria.

Cocina en hacinamiento de Villa América. Foto: Frank Correa
Cocina en hacinamiento, Villa América. Foto: Frank Correa.

Cuando aquella inusual tormenta devastó la zona de La Puntilla Miramar, decenas de familias perdieron sus viviendas y el alto mando de la Revolución ordenó convertir las posadas en albergues. Villa América, que disponía por entonces de 26 cuartos, acogió a 26 familias que, por supuesto, se multiplicaron con el paso tiempo.

Cada cuarto se convirtió en el hospedaje de una familia. El 23 de agosto de 1993 llegó a uno de esos cuartos María del Carmen Grell, una negra robusta que ha pasado su vida trabajando y que asegura que, antes, cuando el lugar era una posada, estaba en mejores condiciones que ahora.

“Hoy Villa América es más templo de la perdición que nunca”, dice María del Carmen, quien es trabajadora de servicios comunales del municipio de Playa, donde limpia las calles. Su sueño es no morir sin conseguir antes la vivienda decente que tanto le han prometido.

“Llevo 26 años viviendo aquí y he visto como esto se ha ido desmoronando poco a poco. Comenzaron las filtraciones del piso de arriba y las tupiciones. El techo se ha caído en varios lados y un pedazo casi me mata. Mira la mesa, la he llenado de todo lo que puedo para preservar el cristal¨.

Con una cama grande y un baño acogedor, el cuarto de María parece hoy minúsculo, aunque fuera amplio para su función original. Ahora el moho y el agua albañal por todos lados lo han convertido en pocilga. Donde antes pareció haber un closet, la mujer ideó una cocina. A la pregunta por qué en 26 años nunca le han entregado la prometida vivienda, contesta:

“Una vez me dieron una casa. Y otra a mi hermana, que vive en el cuarto de al lado. Nos ayudaron con la mudanza, pero cuando nos instalamos descubrimos que teníamos que vivir juntas en una vivienda por un tiempo. Cuando protesté, resultó que Albergue Municipal había vendido mi casa y tuve que regresar a Villa América, con la promesa de que pronto me darían otra. Al final llevo 26 años empotrada aquí. Mira el moho… ¿no sientes el olor a fosa? ¿no sientes el olor del hongo? Así vivimos es en todos los cuartos”.

Llega un hombre del piso de arriba, muy flaco y con aspecto de enfermo. Se llama Nelson. Me invita a subir a su cuarto, a ver. Es en la planta alta y el largo pasillo muestra las puertas cerradas de los cuartos, donde en otros tiempos entraban parejas envueltas en besos y caricias. Hoy albergan rostros desvaídos y abstractos que sucumben al intentar sobrevivir.

Nelson vive en hacinamiento, como todos en Villa América. Dice que sus hijos duermen en el piso porque no cabe otra cama. El olor a humedad y moho se siente en el aire. Me cuenta que una vez también le asignaron una casa. Le dijeron que recogiera todo, que lo irían a buscar al lunes siguiente, pero después la casa se esfumó y no le hablaron más del asunto. Él tampoco quiso preguntar.

“¿Para qué? Albergue Municipal es quien manda. No es bueno estar en mala con ellos».

Regreso al cuarto de María del Carmen y me cuenta que en 26 años por Villa América han pasado 15 brigadas de mantenimiento, pero nunca han arreglado nada.

“Se han robado el cemento y los materiales, disimulan haciendo pequeños trabajos mientras cargan en un camión de todo, hasta las tasas de baño destinadas a los cuartos. Me muestra la suya, rota desde hace mucho tiempo.

En un improvisado escaparate bajo la cocina, María cuelga sus ropas, envueltas en humedad y moho. Me señala una camisa, para ella muy importante.

“Me la regaló Díaz Canel, cuando yo limpiaba su calle en el reparto Náutico. Un tipo chévere, de verdad. Me decía: ‘negra, no cojas tanto sol’. Guardo esa camisa de recuerdo”.

Al marcharme, la más veterana de Villa América me acompaña hasta afuera, para enseñarme la fosa.

“Hoy está tranquila”, dice. “Recemos para que no suba y meta el agua podrida dentro de la casa. Porque entonces tendré que ir a buscar los bloques… y hoy he limpiado tanta calle que estoy prácticamente muerta”.

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