Comencé a experimentar la represión el día que mi padre me gritó a la cara: «Si es necesario mataremos, pero ustedes no triunfaran, no lo podemos permitir». Mi padre es profesor de Ciencias Sociales y Master en Desarrollo Cultural, y pertenece al Partido Comunista de Cuba, en el que cree ciegamente. Nunca utilizó la violencia física contra mí, pero el 23 de marzo del 2017 me amenazó.
El octubre del mismo año, dos oficiales de la Seguridad del Estado fueron a la escuela donde yo trabajaba y donde estudia desde hace tres años mí hijo menor de edad. Me interrogaron durante cuatro horas y me coaccionaron aludiendo a la seguridad física y mental del niño. Reconocieron que le vigilan, que más de una vez han estado sentados a su lado. En los más de 10 interrogatorios y una detención que he sufrido desde entonces, siempre hombres en grupos de dos a cuatro, siempre utilizan a mi hijo para amenazarme.
El día del cumpleaños de mi hijo aparecieron ocho oficiales del MININ con una orden de registro de mi casa. Buscar alimentos, que nunca fueron encontrados, fue la excusa, pero lo cierto es que revisaron todo. La casa lista para la fiesta de cumpleaños se transformó en un terreno áspero lleno de uniformados.
Para mi hijo la represión ha marcado un antes y un después en su infancia. Las visitas al psicólogo y muchas charlas familiares se han incorporado a nuestra rutina familiar. Mi hijo, de tan solo doce años, se ve día a día obligado a gestionar la represión. No ha sido fácil para él que la fachada nuestra casa aparezca llena de excremento, ni que a media noche alguien de golpes a la puerta, ni amanecer con carteles ofensivos para la familia en las paredes y la puerta de la casa. Desde hace más de dos años nuestro sueño se transformó en un estado de vigilia.
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