El hombre que fusilaron en 1989

El hombre que fusilaron en 1989 no era un hombre cualquiera, sino uno impresionante, de más de un metro y ochenta de estatura, con voz de mando y una sonrisa cautivadora y campechana. Se llamaba Arnaldo Ochoa Sánchez y en el pasado había tenido a su mando a más de 300 mil soldados en diferentes misiones internacionalistas.

Dicen que momentos antes del fusilamiento se irguió como todo un valiente y no cerró los ojos. Dicen que en nada se pareció a aquellos tres negritos que intentaron escapar de Cuba en 2003 y que le lloraron desesperadamente a Raúl Castro para que los dejara con vida.

Arnaldo Ochoa Sánchez. Foto: cortesia de la autora
Arnaldo Ochoa Sánchez. Foto: cortesía de la autora

El general de división Ochoa, proveniente de una humilde familia campesina, participó de niño y con apenas el sexto grado, en la resistencia guerrillera de oriente contra el Ejército de Batista. Sin embargo, hoy, apenas se le menciona en la radio, la televisión o en la prensa escrita.

Parece como si Ochoa nunca hubiese existido, como si aquella nebulosa y sórdida historia de altos jefes militares rebeldes que llegara al despacho de Raúl Castro, hubiese sido mera invención del destino. Parece como si Ochoa no hubiese sido general de división ni jefe de un contingente cubano de 50 mil hombres en Angola. Como si no hubiese organizado las fuerzas armadas de Granada, entrenado los ejércitos de Yemen del Sur, Siria, Vietnam, Libia, Afganistán, Irak, Laos y Nicaragua. Fidel Castro, mientras, pasaba horas sobre los mapas que colgaban de las paredes de su despacho y utilizaba alfileres para dirigir las batallas que se le iban ocurriendo. Algunas de ellas las libraba el mismo Ochoa. Ni siquiera en las cronologías actuales del régimen aparece que en 1984 Ochoa recibió la Orden de Héroe de la República de Cuba y la Orden Máximo Gómez de Primer Grado.

Lo último que el periódico Granma publicó fue “que la vida del compañero Ochoa Sánchez es un ejemplo de las cualidades y los méritos de esos hombres del más humilde origen que cultivan los rasgos auténticos de la modestia y la sinceridad, y gozan de la admiración y el respeto de las masas”. A los pocos días de esa crónica, Ochoa se convertiría en una amenaza, en uno de esos casos difíciles para la dictadura cubana.

A mediados de junio de 1989 fue finalmente arrestado. También el mundo de los grandes del MININT transitaba por una cuerda floja. En una reunión de catorce horas a puertas cerradas, compuesta exclusivamente por generales, Fidel Castro encontró la excusa para la acusación y posterior detención Ochoa: inmoralidad y corrupción.

Las contradicciones de esta historia el pueblo las conoció y no las olvida. No sólo porque fueron expuestas a lo largo la presentación televisiva del juicio contra Ochoa, sino también porque aparecen documentadas en el libro Vindicación de Cuba que, obviamente, jamás se ha vuelto a publicar.

La historia de su persecución comenzó en mayo de 1989 cuando Raúl Castro buscaba la manera de evitar el ascenso de Ochoa como jefe del Ejército Occidental. El actual Jefe de Estado cubano se preguntó en aquel entonces: “¿Qué ocurriría si a este general tan carismático y querido entre los militares, le daba por decir que Cuba no podía seguir aislada a los cambios del mundo, que tenía abrirse a una economía de mercado y buscar mejores fuentes de divisas?

El hijo malcriado de la Revolución -como alguna vez se le escuchó decir a Raúl Castro hablando de Ochoa-, el hombre que había estado presente combatiendo durante décadas en las aventureras batallas de Fidel Castro, fue fusilado bien rápido, el 13 de julio de 1989, apenas treinta días después de ser detenido.

Resulta verdaderamente imposible comprender este proceso, carente de legalidad, coherencia, diafanidad y respeto a los Derechos Humanos. Toda la verdad de aquellos treinta días saldrá a gritos bajo el cielo de Cuba, esperemos, más pronto que tarde.

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