Cuando llegué a vivir a Jaimanitas en 1995, toda la cuadra era ‘muy revolucionaria’, excepto Lidia, la viuda de un comandante guerrillero (Camejo de apellido), héroe de la batalla de Guisa. Como era la única, entre muchos que me resultaba confiable, nos hicimos amigas.
El comandante guerrillero esposo de Lidia se fue a vivir a una casona en la 5ta Avenida abandonada en 1959 por gente rica al irse hacia los Estados Unidos. En los años sesenta Camejo murió en un accidente automovilístico, y Lidia, ya viuda, permutó para Jaimanitas a un lugar privilegiado: una casa en el segundo piso de la calle 228, con mirador al mar, sin duda, una de las mejores vistas en el noroeste de La Habana.
Lidia atesoraba recuerdos de su esposo. Recuerdos de importancia histórica como notas de Fidel escritas a mano al comandante Camejo (por aquel entonces, jefe de estrategia en su columna), un fusil y una pistola de su esposo muerto que Lidia quería negociar en el mercado negro en 1993, y una fotografía inédita, muy distintiva, del Comandante en Jefe encimado sobre Camejo.
“Esa fotografía, junto al fusil ametralladora y la pistola, son de gran valor”, decía a menudo Lidia, pero nunca pudo concretar el negocio. Después se fue para Estados Unidos reclamada por su hijo. No sé qué rumbo habrán tomado sus recuerdos.
Junto a Lidia vivía el coronel Santos, campeón mundial de pesca submarina, entrenador de las tropas de los llamados hombres-rana que cumplieron misiones encubiertas en otros países, y vicepresidente de la SEPMI (Sociedad de Educación Patriótico-Militar).
A su lado vivía Paquito, jefe de un contingente de la construcción, comunista cabal e informante de la Seguridad del Estado, que hoy sobrevive de la venta de artículos provenientes del mercado subrepticio.
Estaba también por allí Marta Medis, presidente del Comité de Defensa de la Revolución, con la que había que estar obligadamente en buenas, porque daba el visto a las verificaciones para conseguir un empleo. Claramente, su opinión sobre la conducta de cualquier vecino era fundamental. Su esposo, jefe de vigilancia de la cuadra y chofer del Ministerio del Interior, todos los días a las seis de la tarde pasaba por la casa a descargar productos sacados de los almacenes para venderlos ilícitamente: detergente, hamacas, casas de campana, motores de agua, frazadas, sabanas, jabones… cualquier cosa de lo que se pudiera sacar algún dinero.
Como era su vecina más cercana, la presidente del CDR me propuso incursionar en su venta. Me fue bien hasta que un día la policía me ocupó la mercancía, la decomisó y me multó. Cuando fui a rendir cuentas, su esposo, el chofer me dijo:
“Vamos a ver como recuperamos esas pérdidas, porque este negocio no es solo mío. Ahí también tienen su parte el almacenero y el jefe de víveres”.
Cuando la sede de la Agenda para la Transición se trasladó a Jaimanitas e intentaban realizar sus reuniones en la casa de Francisco Chaviano (participaban en ellas opositores reconocidos como el Coco Fariñas, Elizardo Sánchez, Rene Gómez Manzano, el profesor Bonne, Héctor Palacios, entre otros líderes), el pueblo era tomado por la Seguridad del Estado, que copaba todos los caminos de acceso. Los ‘negociantes’ antes mencionados y otros tantos se aterraban pensando que era un operativo contra ellos y botaban por los tragantes o las fosas de las casas la gasolina robada, el detergente, el arroz, la mermelada y los otros productos que tuvieran una procedencia dudosa.
Ninguno de ellos queda hoy en Jaimanitas. En la casa de Lidia vive ahora un pastor cristiano. En la vivienda del extinto coronel Santos reside una pareja dedicada a la venta de conejos. Marta Medis, una vez divorciada del chofer militar, permutó para Bauta con un negociante que vendió su casa tres veces.
Ahora este es otro barrio. Un barrio donde las historias de Lidia, Santos y de Marta son para mí recuerdos de otro tiempo, quizás huellas que dejó el pasado.
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