Pedro vive solo. Tiene ochenta años. Reside en Calzada número 151, en un antiguo garaje convertido en vivienda, frente a la Embajada de Estados Unidos. Desde que pasó el ciclón hace unas semanas, permanece sentado en una silla todo el día, en estado de shock, contemplando los destrozos causados por el mar.
Los bienes personales que sobrevivieron al huracán aparecen expuestos a la vista pública, en la rampa que baja desde la calle. Aunque secos, mantienen la inconfundible marca de la acción destructora del agua. Centenares de objetos que llenan cada rincón de la pendiente, barajas del tarot, libros de alquimia, fotos amarillas, cintos, pañuelos, cubos, diplomas, cartas… en la cerca que delimita la vivienda contigua hay una cuerda blanca enrollada y otra de color negro más larga y consistente, junto a la silla donde está sentado.
El refrigerador Haier, devastado por el agua y con las puertas abiertas, descansa en la pared. También un microondas que no volverá a calentar nunca más, seis ventiladores inservibles, viejos zapatos, la ropa con moho… todo ordenado como en una vidriera a la venta. El garaje finalmente es como una cueva sin ventanas.
La embajada americana está cerrada desde el día del ciclón y la zona, siempre repleta de personas en colas para entrevistas consulares, ahora aparece desolada, sucia, fantasmal. Solo se ven muchos policías patrullando, que observan a los transeúntes con caras insípidas. Y soldados, los llamados ‘boinas negras’, con perros y listos para soltarlos ante el menor indicio de un motín.
La rampa del garaje donde ahora Pedro expone su ruina la solía alquilar a pregoneros del llenado de planillas y fotos de visas para la embajada. De eso vivía. Ahora todo forma parte del pasado. Solo quedan él y sus recuerdos perdidos.
“Nadie ha venido a preguntarme qué me ha pasado ni qué necesito… todo es mentira, sé que no van a ayudarme”, dice el viejo. Le pregunto hasta dónde llegó el agua del mar. Sin ánimos levanta la mano y señala el techo. “Mucho más de ahí”, dice.
El ciclón Irma llevó el mar hasta lugares impensados como la calle Línea del Vedado. El garaje de Pedro, que está solo a una cuadra del mar, fue una de las tantas viviendas completamente inundadas.
“Por aquí no ha venido nadie a preguntarme”, repite el viejo, y ahora parece hablar con su esposa muerta, que aparece en una foto deteriorada por la humedad de los días. “Solo pasan policías con perros. Lo he perdido todo… en la única cosa que pienso ahora es en ahorcarme”.
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