Cuba, un desastre atípico

El festival de iniciativas creado alrededor de la recuperación después del huracán Irma, haría un buen guión para cualquier tipo de obra surrealista. Calles sucias y llenas de escombros ven montarse, desde las manos del Estado, estancos y tarimas adornados y pintados como a modo de carnaval, para la venta de productos alimenticios que, aunque parecen dar una imagen de ayuda, resultan una bofetada a los que no pueden acercarse a adquirirlo.

Estancos de comida. Foto: Yunia Figueredo
Estancos estatales. Foto: Yunia Figueredo

¿Qué venden en esos estanquillos estatales?

“Arroz”, dice Irma, humilde secretaria de una oficina, que estará parada allí hasta nuevo aviso y no cuenta con mucho dinero para enfrentar la crisis dejada por su tocaya climática. “También venden ron y cigarros. Dicen que por la tarde van a traer cajitas de comida”.

¿Qué otro tipo de ayuda alimentaria está dando el gobierno?

“Pollo, pero al mismo precio de siempre”, dice Josefina, que también anda a media jornada en su centro de trabajo por mantenimiento del lugar. “Es un periodo especial dentro de otro periodo especial”.

Aparentemente, en los círculos sociales, todos los trabajadores que vendían productos provenientes del ‘trapicheo’ están parados. “Vendían pollo, filete de pescado, carne de res, galleticas, perritos, veces más barato que los precios de estado”, dice Taimara, madre de dos hijos.

Los almacenes de los principales establecimientos de La Habana están cerrados por inventario o por recuperación, no hay contabilidad activa. El ron y la cerveza, los embutidos, los cereales, los ha dejado de proveer el mercado negro.

“Pero el estado lo resolverá rápido”, dice una antigua revolucionaria que vive frente a uno de estos círculos y se provee de su almacén. “Confío en una pronta recuperación, porque si una cosa buena tiene esta revolución, es que resuelve rápido los problemas”, dice.

“Para robar, esa es la palabra… en la cara de la gente. Y después venderlo caro”, manifiesta Idania, una ciudadana que dice ser testigo de esa impunidad.

“Los vendedores ambulantes somos los que más hemos sufrido con el ciclón”, dice Julito, un amigo de tantos años que vive de este negocio. “No hay nada que vender. La gente no tiene dinero para chucherías, ni cómo inventarlo. Cada día esto se pone más malo. Yo, por lo menos, no puedo más, la realidad después del ciclón es particularmente difícil”.

¿Y si viene algún otro huracán?

“¡María santísima!”, dice Juana, la santera del barrio El Palo, mientras se persigna. “¡Que Dios nos coja confesados! Porque si a este país le toca otro ramalazo como el de Irma, entonces sí que el barco se va a pique”.

En cambio, la juventud vive las consecuencias del ciclón lejos, como ajena al universo de sus mayores, sin participar en nada en la recuperación general.

“Eso es cosa del gobierno”, dice Richard, un estudiante de informática de veinte años. “Lo mío son los bytes y ya”.

La gente en Cuba está dividida: un grupo apoya el saneamiento de las ciudades y el rescate del país; el otro permanece impávido y apuesta a todo permanezca igual, como si no recuperarse fuera una especie de resistencia contra eso que llaman ‘gobierno’.

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