El jazz le ganó la pelea al castrismo

Mi memoria, que vale millones de pesos y es subversiva, lo recuerda con lujo de detalles. Triunfan los barbudos en la Sierra Maestra y todo, menos las ideas comunistas, comienza a estar prohibido. Hasta el jazz.

Nicolás Reinoso en España, 2008. Foto: cortesía de Tania Díaz Castro
Nicolás Reinoso en España, 2008. Foto: cortesía de Tania Díaz Castro

No por sus acordes musicales, claro está. Los hermanos Castro pudieron ver al jazz no sólo como música negra o un retorno de la música de los salvajes, sino como algo mucho peor: un producto de la cultura afronorteamericana, de ese norte brutal que tanto, supuestamente, odiaban los Castro. Cuba sí, yanquis, no… ese lema lo tenemos bien aprendido.

Prohibido el jazz en Cuba, los descendientes de aquellos que lo amaban desde su aparición en el estado de Luisiana, tenían que escucharlo a escondidas, en sus casas, con el volumen bajo. La policía castrista sin duda no lo hubiera pasado por alto. No exagero.

Víctimas de esta historia fueron muchos de nuestros mejores músicos, verdaderos maestros de la improvisación y de los nuevos estilos del jazz latino: Nicolás Reinoso, Paquito de Rivera, Arturo Sandoval, sólo por mencionar algunos. Pero hoy, como ya desde hace varias décadas, una pléyade de talentos vive exiliada en países libres, para continuar con esa manifestación de tanto poder creativo. Sin más, partieron porque amaban al jazz más que a sí mismos, quizás más que al lugar que los vio nacer. Frente a ello, Castro un día diría: «no hay espectáculo, en verdad, más odioso que el de los talentos serviles”.

Paulatinamente, eso se fue revirtiendo y hoy el jazz ya puede disfrutarse en suelo cubano. Este año, fue en el Gran Teatro Alicia Alonso de La Habana donde culminaron las celebraciones del VI Día Internacional del Jazz, declarado por la UNESCO en 2011. Hubo allí, sin embargo grandes ausencias, aquellas de los más famosos jazzistas cubanos: los exiliados.

En las plateas exclusivas, un extraño público bostezaba ante el recorrido de las cámaras, su entusiasmo era escaso y la explicación, simple: el ingreso a esa parte del recinto era por invitaciones VIP. Lo mejor del público estaba en otro lugar: en las gradas. O mejor, en las afueras del teatro, ante la estatua de José Martí en el Parque Central de La Habana, donde se instalaron pantallas gigantes para el pueblo.

La gente que recuerda a Paquito, aquel niño prodigio ya a los cinco años, alumno de su padre, que sorprendía a quienes lo escuchaban soplar el clarinete; a Nicolás Reinoso, empeñado en hacer el jazz más libre y creativo en medio de la falta de libertad política que sufría su país, con su grupo AfroCuba en Las Cañitas del Hotel Habana Libre, o en el Club nocturno Johnnys Dream en el barrio de La Puntilla; a Sandoval, con su mágica trompeta, que estremecía de emoción al más duro de los corazones.

Ellos, ya ancianos, son las mayores víctimas de aquella triste historia, los que más sufrieron el absurdo apartheid político tan sólo por su vocación musical, los que tenían que haber sido los invitados especiales de aquel evento de renombre internacional, los que se hubieran sentido más que satisfechos al ver que el jazz le había ganado la pelea al castrismo.

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