La crónica que Ciro no se atreve a escribir

Sin caer en la (in)modestia, debo decir que yo tuve grandes y excelentes amigos. Grandes no porque fueran de gran estatura, sino porque poseían talento y sabiduría.

Si dijera sus nombres no tendría para cuando acabar: el poeta Francisco Riverón Hernández, el periodista Bernardo Viera, los escritores Luis Marré, Heberto Padilla, Belkis Cuza Malé, Nicanor Parra, Joaquinito Ordoqui, Ricardo Bofill Pagés, Ernesto Díaz Rodríguez, los pintores Rubén Moreira, José Cid, Mario Gallardo y Jesús de Armas, además de muchos otras figuras que siguen vivos en mi memoria, pese estar casi todos ya muertos.

Foto: Tania Díaz Castro
Foto: Tania Díaz Castro

Ciro Bianchi Ros no fue uno de mis últimos amigos de los llamados ¨años revolucionarios¨, puesto que más tarde llegaron otros que, por desgracia para mí, están en el exilio de Miami en calidad de ex presos políticos, habiendo perdido gran parte de su vida por la Patria.

A Ciro lo conocí a finales de 1971, cuando anduvimos unos meses como parias, casi excluidos de la sociedad castrista, porque en aquellos momentos no teníamos un trabajo fijo y contábamos con muy poco dinero para comer. Ciro, siempre en busca de algún órgano de prensa que aceptara sus escritos, y yo, recién desplazada de la Revista Bohemia por cuestiones ajenas a mi voluntad.

Lo recuerdo de estatura napoleónica, de carácter mordaz, de pocas palabras e incluso tímido por lo general.

Ciro siempre me resultó simpático. Estaba obsesionado por visitar a José Lezama Lima y llevaba un andar apresurado cuando recorríamos la calle Trocadero, el Paseo del Prado o Galiano en busca de algún libro interesante o de una pésima pizza hecha en algún puesto estatal.

No hace mucho, casualmente, vi que el periódico Juventud Rebelde homenajeó a Ciro, con un pastel de cumpleaños, porque “este 5 de noviembre se cumple una década y media de su colaboración¨. Sí, Ciro no falló jamás en entregar sus escritos cada domingo a dicho órgano oficialista.

Se equivocó el autor del comentario, quien primero dijo que se trataba de quince años, fecha exacta en que comenzaron a salir sus crónicas, guardadas muchas de ellas en mi archivo personal, por otra parte. El mismo autor lo llama ¨el hombre de hierro de las letras¨ porque saltó vallas y obstáculos (yo imagino cuáles, pues carecemos de libertad de prensa). Yo lo llamaría un buen acróbata que ha bailado en puntas de pie, para no hacer ruido, sobre una cuerda floja carente de protección.

Y lo llamo así porque este buen cronista de viejas anécdotas no se ha atrevido a escribir, en más de cuarenta años, algo como lo que yo sí he escrito varias veces, aunque no tan bien como él lo haría.

Un día, Lezama Lima, el autor de Paradiso, soltó una bomba atómica entre nosotros, y Ciro, en vez de entrar en pánico, soltó durante largos segundos las más estruendosas carcajadas. Yo me quedé en éxtasis, esperando lo peor.

La historia fue así de simple: accede el escritor, el maestro de las letras, a dedicarme el libro de su poesía completa. Cuando me lo entrega, veo que se equivoca con mi segundo apellido. En vez de poner Castro, pone Cruz.

-Lezama -le digo- usted se equivocó. Yo no soy Cruz.

Lezama respondió, mirando fijamente a los ojos de Ciro y luego a los míos:

-Sí, lo sé. Por aquí tengo su libro, pero, ¿sabe lo que ocurre? ¡es que ese Castro me ha caído siempre tan mal!

Lo dejamos así.

Leave a comment