EL PRESO Y LA LUZ

Prefería sentarse en los bancos del fondo. Nunca faltaba a la misa del domingo. Achicaba los ojos constantemente, pero su semblante era el de la serenidad y la seguridad que se sienten estando en presencia de una verdad que dimana de la fuerza interior. Su presencia llena de humildad y energía no pasaba por alto, no podía ignorarse, para quien lo conociera y supiera de dónde acababa de salir. Detrás de la claridad que proyectaba su constitución ética, estaba la cárcel, y no cualquiera, sino la doble prisión de la condena política, esa trampa que es la marginación por motivos de conciencia.

Grito Rito / Fráncis Sánchez
Grito Rito / Fráncis Sánchez

Pedro Argüelles sufrió presidio durante 8 años y 28 días (unos 2.948 días con sus aplastantes noches que cualquier carcelero redondearía a un total de 70,752 horas, pero él los sentía en su carne uno a uno como 4.245.120 minutos, mientras la sombra dura y vacía se los arrancaba a sus pupilas con el regodeo de 254.707.200 segundos) ininterrumpidos, por sus ideas y su activismo de periodista independiente.

Soltarlo tampoco fue una tarea fácil. Querían imponerle la deshonra de que él mismo escogiera, a cambio de bienestar, el camino marcado por quienes lo habían sacado de las calles y puesto en un calabozo. Un altísimo prelado de la Iglesia lo llamó en más de una ocasión ofreciéndole, como “salida” lo que Shakespeare definió como “ese otro nombre de la muerte”: el exilio. Pedro se negó siempre, hasta el punto de pedirle al prelado que no volviera a llamarlo mientras no pudiera proponerle una verdadera y sencilla libertad. Y así fue hasta que una buena tarde, cuando ya la mayoría de los demás detenidos en la llamada Primavera Negra habían sido expatriados, lo metieron en un auto y lo bajaron sin más delante de su hogar.

Su hogar, un humilde y reducido trozo de una pobre cuartería, una de esas “casas” a las que hay que ponerle siempre comillas y en las que, cuando golpea el calor, es mejor sentarse afuera, en el portal. Al enterarme de que estaba allí otra vez, después de tanto tiempo sin vernos, dudé un segundo si hacerle la visita, sabía que iban a tenerlo muy vigilado. Pero qué menos que arriesgarme a llevarle un abrazo. Y me senté a su lado, en el transitado portal público, y hablamos igual que si retomáramos una conversación interrumpida el día anterior. También le había llevado otra cosa. ¿Qué pensarían, quienes nos vigilaban, cuando me vieron extraer un papel de mi bolso y ponerlo en sus manos?

Esa misma tarde yo debía asistir a la presentación de un libro que incluía una crónica mía sobre el Periodo Especial, como parte de las actividades de la Feria Internacional del Libro en Ciego de Ávila, junto a mi hermano. Al llegar al sitio, vi el resultado del abrazo de bienvenida da Pedro en el portal de su “casa”: un contingente de hombres de mirada hostil copaban el local ya de por sí concurrido por un público joven. Si la presentación y la lectura no se desarrolló con completa tensión fue gracias a la risa espontánea de aquellos jóvenes ante los cuentos de nuestras (sobre) vivencias.

Cuando había ido a verle por la mañana, Pedro no me reconoció enseguida. Y tampoco pudo leer en ese momento el papel que le puse en las manos. Tuvieron que pasar aún algunos días, hasta que mandó hacerse espejuelos. Tuvo que adaptarse a leer. La cárcel le había comido los ojos y estaba casi ciego. Cuando pudo, me llamó, y me regaló la cortesía de este elogio: “Al leer tu escrito, sentí que todos estos años no fueron inútiles”. ¿Existirá mayor satisfacción que ayudar a un hombre a recuperar los segundos que suman más de 8 años perdidos, con la posibilidad o la certeza de sentirse al final comprendido? Se trataba de un artículo escrito en mi blog Hombre en las nubes, mientras él estaba preso, donde me solidaricé con su actitud ética al negarse a ser (auto) deportado.

Caminaba por la ciudad que lo veía a él más de lo que él podía verla. Algunos bromeaban diciéndole que se alegrara, pues no quedaba mucho que mirar. A través de la Cruz Roja, se gestionó la posibilidad de que saliese temporalmente a operarse en otro país. Según me dijo en más de una oportunidad, le comunicaron que, de viajar, sería con carácter definitivo, no lo dejarían volver. Por lo que me contó, no le causaba confianza operarse en Cuba: no estaba seguro de que le hicieran daño pero temía que de haber un resultado negativo siempre le quedase esa duda. Pasaba el tiempo, la oscuridad crecía, y finalmente hizo el viaje con su familia, por voluntad propia, pero al mismo tiempo contra su voluntad.

Hágase un poco de luz, hemos rogado siempre a la madre de los cubanos llevando velas encendidas, en cada procesión ilegal o permitida, antes y después, como símbolo del deseo de que la patria sea nuestra “casa”, algún día, sin comillas, para todos.

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